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ESCRITOR INVITADO
desenmascarando misterios y sorprendiéndome con mis
hallazgos; así me pasó cuando descubrí que, aunque se
fuera la energía eléctrica en las casas, los carros seguían
alumbrando en la calle. Corría feliz para contarle a Rubén “Tienes una voz idéntica
estos prodigios, pero esa noche, derrotada, tuve que soltar-
le una perturbación indescifrable: a la suya”. No era un
—Dime la verdad, ¿cómo hace para sonar el parlante del comentario cualquiera.
tocadiscos? Ella había sido cantante
Mi hermano iba rumbo a la antecámara con una ban- en sus mejores años,
deja de tintos para los familiares que estaban de visi-
ta. Primero le dio risa, pero después arrugó su frente aunque nunca pude
y me despachó: comprobarlo.
—Los músicos viven ahí, en esa caja de madera.
—¡Mentiroso —le protesté—, en ese bafle no cabe tanta
gente!
—Son diminutos, Aisha, en esta casa vive una banda de
músicos enanos.
Quedé absorta con la explicación de Rubén. Por poco y ni
me entero de la crisis que estalló en ese instante. La abuela
Cecilia empezó a respirar con dificultad y tuvieron que lla-
mar al médico. No sé por qué recordé entonces lo que me
repitieron tantas veces: “Tienes una voz idéntica a la suya”.
No era un comentario cualquiera. Ella había sido cantan-
te en sus mejores años, aunque nunca pude comprobarlo.
Nací tardíamente, cuando sus palabras no eran más que
un dulce tejido de murmullos. Esa misteriosa noche me
pareció ver personas que huían de aquella habitación. Pre-
ferí quedarme en un rincón de la sala, lejos de sus miradas
amargas, cuidando el bafle. Me acosté en el suelo, cautelosa
y vigilante.
Pasaron los minutos y quizá las horas. De a poco, los cu-
chicheos que venían de la antecámara se fueron amorti-
guando unos con otros, hasta convertirse en una suerte de
brizna, tenue, constante, larga. Repentinamente, un pro-
longado rechinamiento me sacó de mi embeleso y me volví
para mirar hacia el parlante. Sus proporciones eran otras.
Y la parte delantera había mutado en el portal que una se-
ñora alta y morena abría hacia arriba, tirando de una rui-
dosa polea. Me puse de pie y corrí hacia ella, con la inten-
ción de preguntarle qué estaba haciendo. No fue necesario,
miré hacia adentro del bafle y obtuve mi propia respuesta.
Reconocí una silletería numerosa, vacía, dispuesta en filas
y en hileras. En el centro del semicírculo que se formaba
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